miércoles, 16 de junio de 2010

Se cumplen cien años del nacimiento del hidalgo que inventó al “Doctor Thebussem” (I)


Reseñamos un artículo de M. R. Blanco-Belmonte publicado en la Revista Blanco y Negro en el 18 de Noviembre de 1928.
A los dieciocho días del mes de noviembre del año 1828 nació, en Medina Sidonia, en casa solariega, don Mariano Pardo de Figueroa de la Serna Manso de Andrade y Pareja.
Físicamente, según lo describió su buen amigo D. José Castro y Serrano, era “alto y casi seco, patillas de chuleta, chaquetón con alamares de la tierra baja, palabra gutural y un tanto ceceosa, continente andaluz de simpático aspecto y, en fin, un mozo a quien daban intenciones de preguntarle por su amo”.
Moralmente, según testimonio autorizado del conde de las Navas, era buen católico, monárquico a machamartillo, leal a sus Reyes, sumamente cortés, muy caritativo, muy dado a la lectura, en especial a la del Quijote; muy sobrio, muy filósofo, muy equilibrado de carácter y muy rico en experiencia de los hombres y de la vida.
A lo dicho agréguese, como rasgo preminente, la originalidad –en la más amplia y noble acepción de la palabra- y se tendrá idea aproximada de cómo fue el gran polígrafo español que inventó al Doctor Thebussem y conquistó renombre glorioso, en España y en el Extranjero, para la personalidad invariable y modestamente recatada en ese seudónimo.
Original, que no excéntrico ni extravagante, fue siempre en todos sus actos don Mariano Pardo de Figueroa. Sus originalidades –como la del inolvidable maestro Fernández Bremón- eran de hombre de talento, de hombre bueno, de cumplido caballero, de corazón bondadoso ingenuamente infantil, de hidalgo culto y bien educado, de espíritu sano y amigo de broma, con gracejo natural y con esa socarronería andaluza del que sabe a fondo y practica a conciencia las tres reglas fundamentales de la “gramática parda”: ver venir, dejarse ir y tenerse allá.
Mayorazgo del regidor perpetuo de la ciudad de Cádiz, de niño estudió con gusto y provecho Humanidades, de mozo cursó la carrera de Derecho civil y canónico hasta conquistar lucidamente la borla de doctor, y, tras breve ejercicio de la abogacía, renunció al Foro y se consagró por entero al cultivo de sus aficiones literarias, cediendo a vocación irresistible, a verdadera necesidad espiritual.

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